Las personalidades que se ganan un lugar en la historia son aquellas que consiguen perdurar con sus legados en la memoria colectiva, y muchas veces pueden convertirse en un símbolo peligroso para un poder que busca construir una realidad excluyente para las mayorías.
El cuerpo de Eva Perón, ocultado, mancillado y ultrajado por los agentes de la denominada "Revolución Libertadora", es un ejemplo de hasta qué punto puede llegarse en la necesidad de hacer desaparecer todo aquello que pueda inspirar la lucha de los más postergados.
El cadáver embalsamado de la "abanderada de los humildes" -por obra del médico español Pedro Ara Sarriá- descansaba en el segundo piso de la sede que la CGT, en la calle Azopardo. Estaba a la espera de ser llevado a un mausoleo que proyectaba edificar en el segundo gobierno de Juan Domingo Perón.
Pero el golpe de Estado del 16 de septiembre de 1955 y la caída del justicialismo truncó esa iniciativa en el contexto de una dictadura que buscaba desterrar todo vestigio del peronismo.
Qué hacer con el cadáver de Evita se convirtió por entonces en un objeto de fuertes discusiones en el gobierno, que primero encabezó Eduardo Lonardi y luego continuó Pedro Eugenio Aramburu.
Tirar ese cuerpo al mar o quemarlo eran las anticipatorias intenciones que exhibían los militares que querían impedir que la sede de la CGT se convirtiera en un lugar de peregrinación para las masas peronistas.
En noviembre de 1955 se produce un golpe interno que desplaza de la presidencia a Lonardi -quien había hablado de gobernar sin "vencedores ni vencidos" tras el derrocamiento de Perón-, y Aramburu, que encarnaba los sectores más radicalizados del régimen, se hizo con el poder.
El titular del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), el teniente coronel Carlos Moori Koenig y su segundo, el mayor Eduardo Arandía, retiraron por esos días el cuerpo de Evita de la CGT.
La orden era darle a ese cuerpo una sepultura clandestina. Pero Moori Koenig, un antiperonista acérrimo, se obsesionó con la posesión del cadáver y comenzó a pasearlo en una furgoneta de florería por distintos lugares de Buenos Aires por miedo a que se lo sustrajeran los simpatizantes de quien pasó a ser llamado por la dictadura y sus adherentes el "tirano prófugo".
El derrotero de ese cuerpo era un secreto hermético. Sin embargo, la resistencia peronista parecía manejar buena información.
Al paso de la furgoneta aparecían flores y velas encendidas dejadas como homenaje a Evita y a su cuerpo raptado.
La obsesión del jefe de SIE por el cadáver que supo ser ultrajado por sus captores se acrecentaba con los días. Arandía decidió que lo mejor era depositarla en el altillo de su casa.
El mayor pasaba las noches en vela, temeroso que un grupo de la resistencia asaltara su casa y se llevara el cuerpo que custodiaba con un celo tan enfermizo como el que había desarrollado su jefe.
Una madrugada se encontraba el militar se encontraba agazapado en un rincón de su vivienda; sintió ruidos, vio una figura que avanzaba y tiró al bulto vaciando el cargador de su arma reglamentaria. Así fue cómo mató a su mujer embarazada que llegaba tarde a casa tras visitar a un pariente enfermo.
Tras el penoso incidente protagonizado por su subordinado, Moori Koenig quiso entonces llevarse el cadáver a su casa, pero su familia se lo impidió de forma terminante.
Se llevó entonces el cuerpo a su despacho, donde lo depositó en una caja colocada en postura vertical. Evita era exhibida a los confidentes del teniente coronel, que también la vejaba y manoseaba.
Conocidos del jefe del SIE denunciaron las prácticas "no cristianas" que Moori Koenig tenía con ese cuerpo ultrajado ante el jefe de la Casa Militar, el capitán de la marina Francisco Manrique.
Aramburu dispuso el traslado del teniente coronel a una unidad remota de la Patagonia y ordenó un operativo para llevar el cuerpo a Milán, Italia, donde Evita fue enterrada en el cementerio mayor de esa ciudad, bajo la custodia de la orden de San Pablo.
El entierro fue parte de un "Operativo Traslado", encabezado por el coronel Héctor Cabanillas, sucesor de Moori Koenig en el SIE, estuvo a cargo de este plan que contó con anuencia de las autoridades de la orden y las máximas jerarquías eclesiásticas.
Evita fue inhumada con el nombre de María Maggi de Magistris, y durante 14 años, una laica consagrada de la orden de San Pablo a podada "Tía Pina" le llevó flores a su tumba sin saber que allí moraba el cuerpo de la inspiradora de los descamisados.
En mayo de 1970 y durante su secuestro, Aramburu les confió a los integrantes de la agrupación Montoneros que Evita estaba en Italia y que se le había dado cristiana sepultura, pero se negó a dar mayores precisiones, según indicaron sus captores que terminaron ejecutando al exdictador.
Un año después y como parte del llamado Gran Acuerdo Nacional (GAN), el dictador Alejandro Agustín Lanusse dispuso la entrega a Perón del cuerpo de su segunda esposa.
Cabanillas se encargó de exhumar al cuerpo en Milán y trasladarlo a Puerta de Hierro, la vivienda que Perón tuvo durante su exilio en España.
Perón retornó finalmente a Argentina en 1973, pero el cadáver de Evita siguió en España por algún tiempo.
En octubre de 1974, Montoneros secuestró esta vez el cadáver de Aramburu para exigir que los restos de Evita sean devueltos al país.
Un mes después, Isabel Perón -que ejercía la presidencia desde la muerte del líder del justicialismo- aceptó e hizo gestiones para que el cuerpo volviera a Argentina.
Los restos de Evita fueron depositados junto a los de Perón, en un mausoleo ubicado en la Residencia de Olivos.
Tras el Golpe de 1976, los militares que comenzaron a ejercer el terrorismo de Estado y el plan sistemático de violaciones a los derechos humanos, analizaron otra vez qué debían hacer con el cadáver, y finalmente decidieron que lo mejor era dárselos a las hermanas de Eva.
Evita fue depositada en el segundo sótano de la bóveda de la familia Duarte, a cinco metros bajo tierra, en el cementerio de la Recoleta, donde descansa hasta hoy en paz y salvo de quienes pretendieron condenarla al olvido.
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