Después de tres meses de negociaciones, se retomó el proceso constituyente en Chile. Esto, tras el triunfo de la opción “rechazo” a la nueva carta magna redactada por una convención constituyente elegida democráticamente y con una mayoría de izquierda. Según datos oficiales fueron 7.886.434 chilenos (61,9%) que se impusieron a los 4.860.266 (38,13%) de la opción “apruebo” , en lo fue el plebiscito con más participación de la historia del país.
Aunque el propio presidente Gabriel Boric reconoció la derrota el mismo 4 de septiembre y llamó a seguir adelante con el proyecto de una nueva constitución que reemplace a la de 1980 (elaborada en plena dictadura de Pinochet), la derecha tomó esto como un triunfo demorando el proceso.
Primero, querían llegar a un acuerdo en noviembre, ya que hacerlo en octubre validaría los hechos de 2019 donde un millón de chilenos salió a protestar, se quemaron estaciones de metro (sin culpables hasta hoy) y murió una decena de personas en enfrentamientos con la policía. Después, se argumentó que no debía reemplazarse la convención constituyente por un grupo de expertos. Y finalmente, a pesar de las molestias de sectores del oficialismo, se terminó aceptando estas condiciones.
Así, tras llegar a un acuerdo el 12 de diciembre, tras maratónicas jornadas de debate, donde se hablaba de establecer “bordes” para no repetir los mismos errores del año de convención constituyente, recién el miércoles pasado se presentó la reforma constitucional que iniciará un nuevo proceso en base al “Acuerdo por Chile”. Básicamente para la nueva constitución trabajará un comité de expertos (designados por el congreso) junto grupo de consejeros (votados por la ciudadanía) pero con un punto de partida, las “bases constitucionales”, un borrador que no podrán modificar.
La amenaza amarilla
Curiosamente no fueron los tradicionales partidos Renovación Nacional (RN) o la Unión Demócrata Independiente (UDI) los que tomaron las riendas del proceso sino los “Amarillos por Chile”, conglomerado de intelectuales y personajes de la elite nacional liderados por Cristian Warnken —profesor de castellano y famoso entrevistador de TV— quien aprovechando su familiaridad con los medios impuso ideas como que es necesario una constitución “que una” a los chilenos, que no todos tienen la capacidad intelectual para escribir la carta magna y que ellos son la voz ante la falta de coraje de la izquierda.
En Chile, vale aclarar, la palabra “amarillo” se usa hace décadas en el contexto de las protestas para designar a los tibios, los que no se comprometen con nada o incluso los rompehuelgas. Sin embargo fue precisamente ese el nombre que aglutinó y definió a un grupo de influyentes que —supuestamente, al menos— no estaban de acuerdo con el modelo neoliberal pero tampoco con la “violencia” de quienes protestaron prácticamente todos los días hasta marzo de 2020 cuando comenzó el aislamiento por la Covid-19. La imagen de Warnken firmando el acuerdo, sin siquiera haber logrado el mínimo de firmas para que su grupo constituyera partido, es elocuente del momento que vive el país.
Así, finalmente será el Congreso y sus partidos políticos quienes tomarán la batuta en este proceso, en lugar de la ciudadanía que, después de todo, terminó rechazando una Constitución que nació en noviembre de 2019 en el acuerdo por la paz liderado por Boric —que descomprimiría el “Estallido” y salvaría al gobierno de Piñera (que es uno de los nombres que corren como “experto”, aunque cueste creerlo)— y en octubre de 2020 en un plebiscito donde casi el 80% de los chilenos aprobaban cambiar la Constitución.
Las bases constitucionales
La rayada de cancha para la nueva Constitución nace justamente de ciertos “excesos” —al menos para la derecha y centroizquierda”— de la convención constituyente, por ejemplo la instalación de la “plurinacionalidad” que, a la manera de Bolivia, reconocería constitucionalmente la identidad y diversidad de los pueblos originarios, algo que molestó a los chilenos patriotas que, de paso, también aprovecharon para viralizar en redes sociales fake news como el supuesto fin del himno nacional, la bandera o incluso la propiedad privada. También es una forma de evitar, ante la ciudadanía que deberá votar el próximo año para la nueva Constitución —en un calendario aún por definir— los debates que encendieron la convención sobre temas como el rol del Estado o el sistema económico.
Entre las bases están: (1) “Chile es una República democrática, cuya soberanía reside en el pueblo”; (2) “El Estado de Chile es unitario y descentralizado”, (3) “La soberanía tiene como límite la dignidad de la persona humana y los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales ratificados por el Estado de Chile y que se encuentren vigentes. La Constitución consagrará que el terrorismo, en cualquiera de sus formas, es por esencia contrario a los derechos humanos”; (4) “La Constitución reconoce a los pueblos indígenas como parte de la nación chilena, que es una e indivisible. El Estado respetará y promoverá sus derechos y culturas”. También se señala que los emblemas son la bandera, el escudo y el himno nacional y que el Estado está dividido en los tres poderes tradicionales: ejecutivo, judicial y bicameral. Esto último es relevante, ya que la nueva Constitución terminaba con el Senado, algo que generó descontento no sólo en la derecha sino en el oficialismo, sobre todo en el Partido Socialista que aunque públicamente debían apoyar la opción “apruebo”, no hicieron mucho por esa opción.
Exceso de tutelaje y oportunidad perdida
El golpe ha sido profundo en oficialismo, integrado por la coalición Apruebo Dignidad, formada por el Frente Amplio (surgido tras las protestas estudiantiles de 2011) y el Partido Comunista junto a los ex partidos de la concertación que gobernaron durante 30 años tras el retorno a la democracia en 1989 como el PS o el PPD. La estrategia parece ser en no profundizar en las razones de la derrota de una constitución enfocada en derechos sociales, pueblos orginarios, mujeres y medio ambiente, que es una derrota también para el gobierno.
De todas formas, figuras como la diputada comunista Karol Cariola se han salido levemente del libreto diciendo que no puede celebrar un acuerdo de estas características: “Acá se desarrolló un diálogo democrático. ¿En las mejores condiciones? Yo diría que no. ¿Es lo óptimo? Yo diría que no”. Aunque luego diría que su partido respetaría el acuerdo tomado. Diego Ibañez, diputado y presidente de Convergencia Social (uno de los partidos del Frente Amplio) acusó "exceso de tutelaje”, resultado de no reconocerle el derecho a la ciudadanía a debatir en favor de una elite de derecha que desconfía del resto.
Pero Boric, en uno de sus ya habituales momentos de honestidad brutal fue más directo: “yo prefiero, como dije en algún momento, un acuerdo imperfecto que no tener acuerdo, porque Chile necesita una nueva Constitución y un nuevo pacto social. Quizá no va a tener la épica que a nosotros nos hubiese gustado, pero esa oportunidad la tuvimos y esa oportunidad la perdimos. Una vez arribado al acuerdo me parece que no ha lugar el tratar de modificar parte de la esencia del mismo. Uno no está en política para hacer sólo lo que le guste".